La triple tragedia del terremoto, tsunami y accidente nuclear obligaron a Japón a movilizar todos sus recursos para afrontar su mayor crisis desde la posguerra, que dejó casi 20.000 muertos, golpeó la economía y abrió un interrogante sobre la seguridad de las centrales atómicas.
El 11 de marzo el archipiélago se vio sacudido con fuerza por un seísmo de 9 grados Richter, el cuarto mayor del que se tiene registro en la historia, con epicentro a 130 kilómetros de la costa de la provincia nororiental de Miyagi.
Japón, un país acostumbrado a los temblores, nunca había vivido nada semejante: comunicaciones, electricidad y transportes se bloquearon en toda la franja del noreste, mientras se disparaban las alarmas por un potente tsunami que, menos de una hora después del terremoto, alcanzó con fuerza devastadora la costa oriental.
La gran masa de agua barrió pueblos enteros y se llevó por delante edificios, vehículos e infraestructuras en las provincias de Iwate, Miyagi y Fukushima, donde la tragedia costó la vida a al menos a 19.447 personas y dejó por delante una labor de reconstrucción valorada en unos 180.000 millones de euros.
En la provincia de Fukushima, olas de hasta 15 metros golpearon con violencia la central de energía atómica de Daiichi, paralizaron los sistemas de refrigeración y abrieron, en medio de una enorme confusión, la peor crisis nuclear desde la de Chernóbil.
En los alrededores de la central cerca de 80.000 familias tuvieron que dejar precipitadamente sus casas sin fecha de retorno, mientras se declaró una zona de exclusión en un radio de 20 kilómetros ante los elevados niveles de radiactividad.
El accidente fue catalogado como nivel 7, el más alto de la escala INES del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) y desbordó todos los protocolos de seguridad de la planta, que no había considerado realista un escenario como el que tuvo lugar.
En los meses siguientes miles de operarios, bomberos, militares y personal subcontratado trabajaron en condiciones extremas, hasta que en junio se consiguió instalar un circuito cerrado de refrigeración que, en los meses siguientes, permitió controlar paulatinamente la situación, aunque no resolverla.
El objetivo de lograr la parada fría de los tres maltrechos reactores, con una temperatura estable por debajo de los 100 grados centígrados, se espera esté alcanzado para inicios de 2012, pero las heridas de Fukushima seguirán abiertas mucho más allá, pues se cree que desmantelar la central llevará más de tres décadas.
El temor a la radiactividad dañó seriamente a la industria de la región, pues en verano la detección de elevados niveles de cesio en la carne vacuna llevó a prohibir temporalmente su comercialización, y lo mismo sucedió a finales de año con el arroz de más de 4.000 granjas de Fukushima.
Miles de toneladas de agua contaminada fueron vertidas al mar desde el inicio de la crisis en un revés para las comunidades pesqueras de la zona, que vieron restringida su actividad tras detectarse a su vez cesio excesivo en algunas capturas.
Las consecuencias del accidente también se dejaron sentir en el resto del archipiélago en forma de restricciones energéticas, ya que la crisis obligó a paralizar por seguridad dos tercios de los 54 reactores nucleares del país.
Al calor de la crisis nuclear se reavivó el debate internacional sobre las centrales atómicas y Alemania se comprometió a abandonar este tipo de energía para 2020, mientras el Gobierno nipón aseguró que reducirá su dependencia de esta fuente, aunque no ofreció un programa concreto ni detuvo sus exportaciones en este sector.
Más allá de las consecuencias humanas y de la factura económica, la catástrofe se reflejó en un nuevo viraje político en Japón, donde la avalancha de críticas por la gestión de la crisis obligó al primer ministro Naoto Kan a presentar su dimisión a finales de agosto.
Kan fue sustituido por su compañero de partido Yoshihiko Noda, un ex ministro de Finanzas que se ha comprometido a afrontar la reconstrucción del país sin ahogar, aún más, sus deterioradas cuentas públicas.
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