El camino está en el regreso a lo natural. Pero claro, un regreso razonable, científicamente validado, no un regreso absurdo e impensable al mundo de nuestros ancestros”. Con toda intención utilizo esta cita de otro de estos Asomos, para iniciar éste.
La fuente de toda la vida que conocemos proviene del Sol, de su energía que llega a la Tierra en forma de radiaciones adecuadamente filtradas por la atmósfera que nos envuelve; si ese filtro prodigioso desapareciera –y parecemos insensatamente empeñados en ello-, la vida sería imposible, al menos, en sus formas conocidas. Recientemente se han descubierto insospechadas criaturas que toman su energía en los siempre oscuros fondos oceánicos, de las emanaciones gaseosas calientes que provienen de las fumarolas submarinas; quimiosíntesis se le ha llamado a este proceso sorprendente, aunque el origen remoto de ese calor terrígeno interior fue también el propio Sol.
Los organismos vegetales, y sólo ellos, son capaces de formar materia orgánica a partir de reacciones bioquímicas endógenas, energizadas por la radiación solar. Fotosíntesis es el nombre de dicho proceso, verdadero milagro formador de la vida a partir de lo inanimado, y la maravillosa sustancia artífice del mismo es la clorofila, tesoro exclusivo del mundo vegetal. Es válido destacar la notable semejanza de la composición química de clorofila con la sangre, de filiación ésta exclusivamente animal, sólo que en la sangre aparece el catión hierro –rojo- donde en aquélla aparece, en cambio, el magnesio –verde.
La fabulosa cadena de todos los seres vivos, que llega a manifestarse en formas infinitamente variadas, se genera en esa minúscula y al parecer intrascendente molécula de clorofila; a partir de ahí, en lo adelante todo será transformación, multiplicación de tejidos, traslados de un organismo a otro, de una forma de vida a otra, en fin, una incesante multiplicación y un perpetuo intercambio.
La farmacopea tuvo su origen en los vegetales, y en ellos radica el muy mayoritario porcentaje de sustancias de su vasto inventario. Sus albores, en épocas muy lejanas, de seguro nacieron de forma caprichosamente casual, cuando alguna herida del cazador ancestral fuera cubierta con hojas que asombrosamente lo aliviaran, y, quizás, hasta le ‘cortaran’ la sangre que se le escapaba. Toda civilización y cultura es hija de la biogeografía donde se asentaron, y de sus circunstancias en el tiempo, y la cobertura vegetal de los escenarios siempre desempeñó un papel trascendente en el devenir humano.
Desde tiempos inmemoriales, el hombre aprendió a vivir con ‘su’ naturaleza, y a utilizarla –solo mucho después (mal)aprendería a expoliarla, a destruirla- como fuente de alimentos, utensilios, calor, remedios y otros asombros. Percibió que el corazón de ese tesoro divino, y al parecer inacabable, eran las plantas, porque aun cuando cazara animales, se alimentara de ellos y se sirviera de sus pieles y huesos, sabía que ellos se alimentaban a su vez de vegetales, o de otros animales que así lo hicieran.
Había observado que el depredador, terrestre o alado, solía comenzar su festín por el estómago de sus presas, por lo común generosamente lleno de vegetales. Su sabiduría ancestral, su agudo poder de observación y su propio instinto, le hicieron comprender que en el centro de la vida estaban las plantas. El techo del mundo está sostenido por los grandes árboles, sentencia la cosmovisión de las culturas amazónicas: Desaparezcan los árboles y el mundo será aplastado. Idas todas las bestias, idos los hombres serán con ellas, advirtió hace mucho tiempo el sabio cacique Seatl.
Actualmente, las transnacionales de la farmacología llevan a cabo incesantes cacerías de productos naturales en los bosques tropicales, e invierten cuantiosos recursos financieros y científico-técnicos en las investigaciones de los múltiples bioactivos que continuamente salen al ruedo, aun cuando su uso empírico sea muy antiguo. En no pocos casos, incluso, han comprado o intentado comprar la biodiversidad toda de regiones completas, contando con la garantía de saber que son bancos ilimitados de recursos naturales, con incalculables posibilidades. Una suerte de moderna y muy peligrosa conquista biotecnológica; rapiña, en rigor.
Las biociencias, y en particular la biotecnología, han dilatado aún mucho más el inmenso espectro de los bioactivos y su uso. El horizonte es prácticamente infinito, y pudiera decirse que todo comenzó con las vitaminas: esos maravillosos y durante largo tiempo desconocidos compuestos que no saciaban estómagos, pero que, en cambio, prevenían o curaban enfermedades, y mantenían o restauraban el equilibrio funcional del cuerpo todo. El misterioso escorbuto diezmaba las tripulaciones en los viajes prolongados, pero cuando llevaban a bordo frutas frescas, sobre todo cítricas, el temido mal no sobrevenía. Por algún ‘misterio’, las dotaciones y comunidades que ingerían altas proporciones de frutas y vegetales no tendían a padecer de la vista, ni males del estómago, y la temida y tan dolorosa gota de los príncipes les resultaba desconocida.
Hoy se sabe que, en no pocas de esas poblaciones, las incidencias de cáncer, dolencias cardíacas, diabetes, afecciones de la piel y otras, son inexistentes o extremadamente bajas, y que en el centro de esa inmuno fortaleza están sus patrones alimenticios y hábitos nutricionales, cuyos orígenes se pierden en el inicio de esas propias comunidades.
La identificación, síntesis y obtención de los bioactivos naturales sobre una
base científica, ha pasado a ocupar un lugar relevante en el mundo actual. Esas novedosas formulaciones, esas ‘pociones’ de hoy, tienen numerosísimos y crecientes usos médico-farmacéuticos y cosmetológicos. Todo un mundo científico, el de las biociencias, se centra en su detección, investigación, obtención y aplicación, y sus potencialidades se multiplican por día. Nadie podía haber sospechado que un hongo apenas perceptible, el maloliente penicilium, le abriera a la humanidad el invaluable tesoro de los antibióticos.
El mar fue otro descubrimiento. Se constató que numerosos pueblos ribereños, de notoria vitalidad y salud, consumían algas desde tiempos inmemoriales en forma de harinas y sopas, en extractos para múltiples usos, entre ellos, los emplastos de algas vivas o secas para la piel afectada, y otras dolencias. Porque además de sus usuales componentes como materia vegetal, los tejidos de estas plantas marinas están enriquecidos por los numerosos minerales disueltos en el agua de mar, y por otros mil compuestos, los que, como resultado de complejos procesos metabólicos, han pasado a formar parte de su entramado orgánico. A la par, numerosas especies de algas de agua dulce también son investigadas y crecientemente usadas como alimento humano y animal, así como para medicamentos, concentrados vitamínicos y nutricionales, y dermo cosméticos.
Con toda intención, en este comentario no nos referimos a la cosmetología comercial, cuyo propósito es colorear, borrar, falsear las superficies, por lo general con efectos y secuelas perjudiciales para la propia piel. Por el contrario, la dermo cosmética es una ciencia moderna dirigida a restaurar y fortalecer la salud de la piel, con una doble sustentación, a la par médica y ética: la verdadera salud de la piel se basa, y se manifiesta, en el despliegue de sus atributos naturales, en los cuales radica también su intrínseca belleza.
Toda coloración artificiosa de la piel es falsaria, como también lo es su texturización enmascaradora; ambos propósitos, además, requieren de la aplicación de productos que impiden o dificultan los mecanismos naturales de la piel como órgano, lo cual no es beneficioso. Ese contrapunteo entre lo artificioso y lo natural, desdichadamente se manifiesta también en muchos otros asuntos.
Día a día el horizonte de la medicina natural se ensancha, y la naturaleza, pródiga y por fortuna nada rencorosa con nuestros maltratos, nos revela constantemente nuevos secretos, nos brinda la posibilidad de obtener nuevos e insospechados beneficios. El uso de los recursos naturales, en medicina y en la dermo cosmética, no es una moda, sino por el contrario, el resultado de la validación científica de prácticas probadamente benéficas, cuyos orígenes se pierden en el tiempo. Mucho en muy corto tiempo ya se ha logrado, pero el horizonte es tan vasto, ilimitado, que nos hace entrever que no hemos hecho otra cosa que comenzar.
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