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miércoles, 18 de enero de 2012

Ingresan a clínica 500 rarámuris por desnutrición

En los primeros 15 días de 2012, las monjas y el sacerdote jesuita que atienden desde hace años la clínica Santa Teresita, aquí en el poblado de Creel, se vieron en apuros que nunca habían vivido: 10 niños rarámuris ingresaron por desnutrición, y la situación de tres de ellos era extrema.

Lograron salvarles la vida, pero el panorama no es alentador, pues desde noviembre del año pasado, esta clínica recibió a unos 500 hombres, mujeres, adultos, jóvenes y viejos con el mismo problema. El motivo: la falta de alimento en la sierra Tarahumara, en donde las reservas de maíz y frijol sólo alcanzarán para un mes más.

Durante la madrugada las temperaturas aquí llegan hasta los 22 grados bajo cero. Las cabañas son de ramas y madera, y sólo con troncos encendidos se puede producir calor. Por eso lo normal en esta época son las enfermedades respiratorias.

“Ahora nos han llegado más graves por el grado de desnutrición, lo que ha incrementado el número de días que se tienen que quedar para poder recuperarse”, explica el sacerdote encargado de la clínica José Guadalupe Gasca.

Las neumonías y la parasitosis producto de esa desnutrición se han vuelto los padecimientos más comunes en este lugar. No hay un dato oficial sobre el número de personas enfermas por falta de alimento. La lejanía de las comunidades enclavadas en la sierra no lo permite.

Para llegar hasta esta clínica los rarámuris deben andar hasta 24 horas en la montaña. Sin un camino trazado, por barrancos y veredas las mujeres bajan sólo con un morral que llevan cruzado en el pecho, sus faldas y sus huaraches hechos con cuero.

La costumbre rarámuri marca que para dar a luz, las mujeres forman helechos con ramas junto a un árbol. Ahí se apoyan para poder parir, al final cortan el cordón umbilical y lo queman con fuego.

Por eso en este hospital no se sabe si los niños que han nacido están sanos o tienen algún grado de desnutrición.

Y LA AYUDA NO LLEGA. Con sus dedos curtidos, endurecidos como piedra, Pilar Rivas, una indígena rarámuri, desgrana los últimos elotes secos que tenía guardados desde hace dos años para una emergencia que acaba de llegar. Está recargada en una barda de piedras que delimitan su vivienda de una parcela yerma que este año no produjo ni una mazorca.

Su casa, en San Ignacio Arareko, es una caverna que les provee techo, en la que habitan además de sus hijos, su esposo, sus suegros y sus nietos.

A este poblado, ubicado cerca de Creel, la ayuda oficial en alimentos que consiste en un costal de 50 kilos de maíz y 25 de frijol, dos salchichones y 12 cuartos de litro de leche y que debe durar tres meses, aún no llega. Tampoco la que se recolecta en las grandes ciudades. Los actos de solidaridad aún no lo son.

“Nos sentimos deprimidos”, dice, mientras se cuelan por encima de la barda corrientes de aire que se sienten en la piel como navajas.

En la cueva de Pilar, sin piso firme ni agua corriente huele a leña y un par de niños, sus nietos, de piel morena y con las mejillas enrojecidas miran con curiosidad a los visitantes.

A todos, de a poco, se les agota el alimento. La última alternativa de la numerosa familia será sacrificar a las cinco gallinas que sobrevivieron a las heladas de menos 19 grados del año pasado y ahora se agolpan temerosas en un rincón.

Pilar habla poco, se esconde bajo una tela floreada, y no protesta a pesar de la condición de pobreza y de urgencia. Sólo dice lo indispensable en rarámuri: “queda poco maíz”.

Igual ocurre con decenas de familias que se encuentran dispersas en todo el ejido, más de 400: el silencio, incluso en esta situación de emergencia, es sinónimo de orgullo. Así que este año tampoco habrá quejas.

Los más fuertes, dice Meche Lirio, quien hace la traducción al español, se irán a Sinaloa o a Durango en busca de trabajo en el campo, porque aquí no hay. Y si se quedan tratarán de hallar acomodo en la pizca de manzana en el municipio de Cuauhtémoc, a cinco horas de este poblado, pero en los meses de junio y septiembre.

Algunas mujeres se dedicarán a la elaboración y venta de artesanías si les queda cerca una carretera en la que haya un parador. Y tendrán que enfrentar la competencia de precios pues hay empresarios que trajeron artesanías de Chiapas, y las venden más baratas.

La opción final es la de dejar todo, la tierra y la choza y migrar a las ciudades donde para vivir deben recurrir a la mendicidad en alguna esquina con semáforo. Así pasó a Jacinta, quien a 200 kilómetros de distancia del sitio que fue su casa, con su hija vestida con un mameluco de conejo, ayer estiraba la mano en las ventanillas de los automóviles pidiéndoles una moneda, en el municipio de Cuauhtémoc.
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