En pleno renacimiento de una nueva era nuclear amparada en la lucha contra el cambio climático un terremoto de magnitud 9 sacudía en marzo desde Japón la industria atómica mundial y el nombre de una central, Fukushima, nos devolvió el miedo a lo nuclear.
La lejanía con la que se empezaba a ver la catástrofe atómica de Chernobil (Ucrania), la baza de que las plantas nucleares apenas generan emisiones de CO2 y la falta de acceso masivo a las renovables había abierto las puertas de muchos países a la industria nuclear y se las había ampliado en otros en las que ya estaba presente.
A pesar de que el núcleo de Chernóbil continúa activo, el silencio mediático sobre lo que allí ocurre y la ausencia de accidentes graves había proporcionado a la industria nuclear 25 años para restaurar los andamios de la credibilidad en su seguridad.
Sin embargo, hicieron falta solo horas para que esos andamios se debilitaran, las que tardó el terremoto y posterior maremoto de Japón en inutilizar el suministro eléctrico y los sistemas de refrigeración de la central de Fuksuhima, provocando una situación de fisión en 6 de sus reactores, con la consiguiente fuga radiactiva al mar, el aire y la cadena alimentaria.
A diferencia de los muros de Fukushima, la unidad y fortaleza con la que el lobby nuclear ha seguido defendiendo esta energía no ha presentado grietas, pero algunas de sus certidumbres quedaron "desmotadas" en el momento en que se constató que "cuando un accidente máximo ocurre, ni un país tan avanzado como Japón puede soforcarlo".
Ese fue el argumento con el que los ecologistas salieron a la calle tras el accidente japonés para pedir al Gobierno socialista el cierre inmediato de los 8 reactores operativos en España, dos de ellos de similar diseño a los siniestrados en Japón: Garoña (Burgos) y Cofrentes (Valencia).
Los socialistas mantuvieron la postura previa al accidente: ir clausurándolos conforme vayan cumpliendo su vida útil, estimada en 40 años, y no construir nuevos.
No obstante, por mandato de la Unión Europea, España está sometiendo a sus centrales a unas pruebas de resistencia, muy criticadas por los antinucleares al considerar que no tienen en cuenta todos los problemas ocurridos en Fukushima ni la posibilidad de ataques terroristas.
Europa recibirá los resultados definitivos de esos tests en sus más de 140 reactores a finales de año, y los remitirá a un comité internacional de expertos, cuyo dictamen se hará publico en abril de 2012 y conllevara el cierre de los que no sean considerados seguros.
El "efecto Fukushima", la crisis y las elecciones han mantenido en el cajón la "asignatura pendiente" de España en materia nuclear: el almacén temporal centralizado (ATC) de residuos nucleares, a pesar de que los comicios municipales revalidaron en las urnas a los alcaldes de los pueblos que aspiraban a albergarlo.
Las generales de noviembre también han otorgado una sólida mayoría absoluta al PP, que defiende que la energía nuclear debe formar parte del mix energético, que las centrales han de funcionar hasta que el Consejo de Seguridad Nuclear (CSN) deje de considerarlas seguras y que, mientras cuente con ese visto bueno, Garoña debe operar y no cerrar en 2013, como aprobaron los socialistas.
El Ejecutivo popular recibe el complejo legado de asignar el "cementerio nuclear" a uno de los 8 municipios candidatos, con la presión de que el CSN acaba de aprobar poner un limite al tiempo en el que los residuos podrán almacenarse en las piscinas de las centrales.
Aunque el futuro de la energía nuclear en España no esta decidido y quienes la defienden alegan que proporciona seguridad en el suministro y menor dependencia de los combustibles fósiles; parece poco probable que se lleven a cabo inversiones en nuevas plantas dentro del país, a pesar de que, paradójicamente, hay empresas españolas exportando tecnología nuclear.
A diferencia de España, el miedo devuelto tras Fukushima ha llevado a otros países europeos a tomar decisiones más drásticas.
La primera en mover ficha fue la canciller alemana Angela Merkel que, aunque acusada de electoralista, dio marcha atrás en su plan de alargar la vida de las nucleares y anunció apagón atómico para 2022.
Su decisión provocó un efecto dominó: Suiza aprobó el abandono nuclear conforme sus centrales vayan agotando su vida útil, Italia convocó un referendo donde el 95 % de sus ciudadanos dijeron "no" a la construcción de reactores y Bélgica acordó el cierre progresivo de sus plantas a partir de 2015.
Nueve meses después del accidente, es una incógnita cuánto perdurara la herencia radiactiva de Fukushima, cuyos reactores aún no han entrado en parada fría, pero parece evidente que las preguntas sobre la seguridad se han abierto de nuevo.
Renace el miedo social a la energia nuclear