Todo lo que nos rodea, nosotros mismos y todo lo que usamos cada día es química”, frase dogmática de los químicos, pero llena de saber. Aunque desde que nos despertamos hasta que finalizamos el día, la química se encuentra presente en todas y cada una de las actividades que desarrollamos, en las últimas décadas el incremento de la quimifobia, entendiendo ésta como el miedo o rechazo a todo aquello que esté relacionado con las sustancias químicas, ha alcanzado niveles preocupantes debido fundamentalmente a una incorrecta transmisión, por intereses comerciales, del conocimiento científico.
Aunque los científicos identifican cada vez más cancerígenos en la naturaleza y determinan si resultan o no perjudiciales para los humanos, todavía no se ha erradicado la creencia supersticiosa tan extendida de que lo natural u orgánico es bueno y lo sintético o artificial es malo para la salud y debe ser rechazado.
Los compuestos sintéticos están presentes en miles de materiales y alimentos a niveles mucho más bajos que los cancerígenos naturales que producen las plantas o que tienen todos los alimentos, del origen que se desee.
Los compuestos sintéticos están presentes en miles de materiales y alimentos a niveles mucho más bajos que los cancerígenos naturales que producen las plantas o que tienen todos los alimentos, del origen que se desee.
Además, en muchísimos casos, los compuestos sintéticos tienen una potencia cancerígena mucho menor que los cancerígenos naturales de nuestros alimentos. Un elevado número de cancerígenos se produce en los alimentos durante su cocción y por la acción de microorganismos. Estos cancerígenos son más numerosos, están más ampliamente distribuidos y en muchos casos son más potentes que los cancerígenos sintéticos.
Apelando a la regla de oro en toxicología, enunciada por Paracelso casi 600 años atrás, “la dosis hace al tóxico”, no hay que olvidar que muchas sustancias naturales son letales a dosis pequeñas, como la toxina botulínica (bótox); el ácido oxálico de algunas verduras, como las espinacas; venenos de plantas (belladona); quimioterapéuticos como el taxol, y setas (muscarina) o, inclusive, ese producto natural llamado cafeína.
Existe una percepción social en todo el mundo según la cual el medio ambiente va de mal en peor y todo lo que comemos, bebemos o respiramos nos produce cánceres y perturbaciones genéticas. Metales pesados como el mercurio o el plomo, pesticidas en cosechas, aditivos alimentarios, restos de aditivos en la fabricación de plásticos y un largo etcétera que originan propagandas alarmistas en los medios de comunicación.
Todas estas cuestiones han generado una picaresca que se resiste a ser desmontada. Es corriente, por ejemplo, encontrar en tiendas de productos ecológicos o naturales mermeladas y otros productos que declaran emplear citratos o pectina de manzana como aditivos reafirmantes o gelificantes.
En su mensaje suena a algo natural, pero ambos son producidos en procesos industriales que implican la mano humana con el empleo de sustancias químicas.
Culpable también del alarmismo quimifóbico es la proliferación de estudios que tratan de establecer relaciones causa/efecto entre productos químicos y enfermedades.
Se trata de estudios rigurosos, en su gran mayoría, realizados desde dos enfoques: los basados en análisis de poblaciones humanas expuestas a un producto químico y los que, ante indicios sobre la peligrosidad de un cierto producto, tratan de probar esa peligrosidad con animales de laboratorio a los que, muchas veces, se administran dosis muy elevadas de éste.
Se trata de estudios rigurosos, en su gran mayoría, realizados desde dos enfoques: los basados en análisis de poblaciones humanas expuestas a un producto químico y los que, ante indicios sobre la peligrosidad de un cierto producto, tratan de probar esa peligrosidad con animales de laboratorio a los que, muchas veces, se administran dosis muy elevadas de éste.
En el primer caso, los resultados no son siempre concluyentes, dada la dificultad de interpretarlos en sistemas de tantas variables como los organismos humanos. En el segundo caso, extrapolar a exposiciones del compuesto mucho más bajas que las suministradas a los animales de laboratorio supone algo muy arriesgado.
Por lo tanto, detrás de la quimifobia lo que realmente hay es un desconocimiento frente a lo químico y, tanto los dirigentes políticos como los organismos científicos, deberían propulsar un mayor acercamiento a las ciencias para que la sociedad esté lo mejor informada posible.